lunes, 30 de marzo de 2009

De quién hablamos cuando hablamos de Raymond Carver

Vivimos tiempos en los que las garantías para la autoría de los textos alcanzan cotas nunca vistas. Ciertas editoriales llegan a extremos antes impensables de rigor en el proceso de edición. Lo hacen más que nada para evitar posibles denuncias por parte de los autores, en el supuesto de que algún corrector con exceso de celo decida poner comas de más o no respetar algunas variantes idiolectales del autor. Con ello se garantiza lo que nunca debió dejar de ser el meollo del negocio editorial: componer y publicar el texto que escribió el autor... si bien es cierto que con todos los filtros que impone el proceso de edición. Con una corrección ortotipográfica y de estilo que asegure que el texto cumple las exigencias de calidad y excelencia de la editorial. Pero sin dejar de ser el texto que escribió el autor.
Como digo, muchas veces el autor se choca con tres figuras que pueden proporcionarle quebraderos de cabeza y efectuar ligeras modificaciones que hacen que una cosa sea el manuscrito que llegó a la editorial y otra bien diferente sea el libro que sale finalmente publicado. Hablo del editor, el traductor (si la obra es traducida) y el corrector. De los dos últimos no hay mucho que contar (o sí, pero no en esta entrada). Del primero, todo lo que se quiera. Un editor puede intervenir muchísimo, algo, poco o nada, dependiendo de en qué estado se encuentre el manuscrito o de cuán permisivo sea. Y esta intervención no es ni buena ni mala. Puede ser muy valiosa, en el sentido de orientar al autor que mantiene un punto de vista no del todo acertado, o también puede hacerle perder sus señas de identidad.
El asunto a retener es el siguiente: un editor puede conseguir que una obra ya publicada no tenga nada que ver con el manuscrito que llegó a la editorial. Esto, que es perfectamente legal y perfectamente ético, puede redundar en beneficio o en perjuicio de la obra. O puede hacer inútil esa disquisición, y plantearnos otra: puede potenciar o anular el estilo del autor. Algunas editoriales intervienen hasta tal punto en el proceso de edición del libro que terminan produciendo una obra muy diferente de la original.
Pueden hacérselo a un escritor casi anónimo, y nadie se enterará. Pero ¿qué sucede cuando un editor mutila o manipula de manera sistemática el estilo de un autor reconocido? ¿Estamos leyendo realmente a ese autor?
Y, más aún, ¿qué sucede cuando ese autor es uno de los dos o tres cuentistas más influyentes del siglo XX?
En efecto, la polémica en torno al intervencionismo de Gordon Lish, editor de Raymond Carver en la revista Squire, viene de viejo. Siempre se había sabido que Lish tendía a simplificar el estilo de Carver, a acortarle las frases y pulir mucho la redacción (y, en ese sentido, no consigo imaginarme un relato de Carver prolijo o barroco). La duda estribaba en saber hasta qué punto llegaban las intervenciones de Lish. Ahora lo podemos saber, ya que han aparecido los textos originales de Raymond Carver que Lish modificó. Anagrama los publicará en breve. Y, al parecer, los cambios son de órdago. No sólo se limitan a simplificar el lenguaje y acortar las frases, sino que alcanzan a la estructura misma del relato. Lish llegó a cambiarle finales a Raymond Carver.
¿En qué lugar deja esto la obra de Raymond Carver tal y como la conocemos? ¿Es realmente uno de los dos o tres mejores escritores de relatos del siglo XX, o era un mindundi cuyo mayor mérito fue tener un editor excesivamente riguroso? O, por el contrario, ¿descubriremos que las excelencias de Carver iban mucho más allá de lo que creíamos?
Por lo que a mí respecta, me conformo con que no me cambien el final de uno de mis cuentos favoritos de todos los tiempos: "Mecánica popular". A estas alturas, enterarme de que en realidad tenía final feliz...
He extraído la información de este artículo aparecido en la edición de hoy de La Vanguardia.

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Anagrama publicará los textos restaurados de Raymond Carver sin los cortes de Gordon Lish

El editor de Carver creó el minimalismo, desoyendo las súplicas del autor | Los textos originales contienen estilos y finales distintos de los que fueron publicados

Qué sucedería si en un olvidado desván napolitano se descubrieran las copias originales de las obras maestras de un pintor, por ejemplo Caravaggio, y se desvelara una pintura original luminosa y clara? ¿Que su famoso claroscuro, la técnica por la que es reconocido, se debiera a la mano de un desconocido tratante de cuadros, que retocó, corrigió, añadió y manipuló a su antojo la obra? Algo similar ha ocurrido con los primeros relatos de Raymond Carver, inventor de una nueva manera de narrar, breve, fría, abrupta, cruel, a veces brutal, sin una sola palabra de más y con tantas palabras de menos que sus frases tienen el impacto de un puñetazo emocional en la conciencia de sus lectores. Sólo que no fue él, sino Gordon Lish, conocido como Captain Fiction,un veterano conocedor de todos los trucos del mundo editorial, quien inventó el estilo que hizo furor en los años ochenta y cambió la manera de escribir de una generación.




Se sabía que el minimalismo se conseguía gracias a la receta de "cortar, cortar y cortar aún más", según contaba Fernanda Pivano en sus crónicas americanas para Il Corriere della Sera. En los medios literarios neoyorquinos circulaba como un secreto a voces la severa edición a la que habían sido sometidos los primeros textos de Carver, pero hasta que los publicó el The New Yorker no se ha visto su verdadero alcance. Ahora acaban de salir en Einaudi y Jorge Herralde anuncia su publicación para el año 2010, con traducción de Jesús Zulaika.

A finales de los años setenta, Carver acababa de separarse de Maryann Burk y estaba superando su alcoholismo. Gordon Lish, el editor de Knopf, recibió una colección de 17 relatos de Carver, titulados The beginners (Los principiantes).Los leyó con el mismo entusiasmo con el que en seguida se entregó a una poda drástica y contundente. No sólo suprimió entre 4.000 y 5.000 palabras y en según qué cuentos, prescindió de una tercera parte del texto, sino que también cambió nombres, atajó caminos narrativos y añadió, de su puño y letra, frases enteras. El libro pasó a llamarse De qué hablamos cuando hablamos del amor y Carver fue entronizado como un maestro de la narrativa norteamericana, con su descripción glacial del mal y sus personajes comunes, amenazados siempre por un peligro que irrumpe de forma inesperada.

Los editores anglosajones tienen como hábito asumido la edición de los textos de sus autores. Pero a diferencia de la apasionada, bellísima, defensa con la que Malcom Lowry logró que su editor respetara la integridad de su texto de Bajo el volcán,la correspondencia entre Raymond Carver y Gordon Lish - conservada en la Universidad de Indiana, como todos los manuscritos corregidos-es angustiosa. Carver no se atreve a contradecir a Lish, le halaga, le jura agradecimiento eterno, pero también le suplica, invoca graves peligros para su salud, incluso le advierte que puede volver al alcohol... Todo para conseguir que Lish respete sus relatos y detenga el libro. No lo hace, y el éxito es fulminante.

Años más tarde, cuando Carver entregó los relatos de Catedral, ya se sentía más fuerte y se vio capaz de imponer su voluntad a Lish. Acabaron rompiendo.

El escritor, que se había definido como "un cuerpo pegado a un cigarrillo", murió de cáncer de pulmón en 1998. Aquel año preparaba una nueva colección de relatos. Era su obra póstuma y quiso recuperar tres de los relatos originales íntegros. En cambio, incluyó también cuatro historias según la versión corregida por Lish. De hecho, tras la aparición de De qué hablamos cuando hablamos del amor,Carver se hizo más prolijo, algo que no pasó inadvertido a la crítica, aunque también adoptó algunas de las enseñanzas de Gordon Lish.

Tras la muerte de Carver, su viuda, Tess Gallagher, quiso recuperar los textos originales. Knopf se negó: los relatos tenían que ser publicados sólo en el formato en que aparecieron. Tess Gallagher contrató al agente Andrew Wylie y este negoció un acuerdo con Library of America, una editorial sin afán de lucro. The New Yorker publicó toda la historia y distintas editoriales europeas se prestaron a publicar The beginners tal como los escribió Carver.

La noticia del caso ha generado un amplio debate en Norteamérica y Europa sobre si la invención del minimalismo fue o no una fabricación de laboratorio editorial. Hay quien prefiere la edición de Lish. Uno de los ejemplos más llamativos es Dile a las mujeres que nos vamos,uno de los cuentos que Robert Altman adaptó para su filme Shortcuts. Una reunión familiar, de amigos normales, un domingo cualquiera, en torno a un típico almuerzo de domingo. Después de comer, los dos amigos de infancia, Bill y Jerry, dejan sus familias y dan una vuelta en coche. Ven a dos chicas que van en bicicleta y tontean con ellas. Las siguen. Bill se detiene para fumar un cigarrillo.

Y acaba el cuento. Apenas unas cuatro líneas: "No entendió nunca lo que quería Jerry. Pero todo empezó y terminó con una piedra. Jerry usó la misma piedra con las dos muchachas, primero sobre la que se llamaba Sharon y luego sobre la que debería ser de Bill". Laconismo letal, mortífero, glacial, técnicamente perfecto. ¿Cómo era la versión original? Ni más ni menos que seis folios más. Carver daba a Jerry un pasado violento y en la escena final detallaba cómo se acercaba a las chicas, las perseguía, violaba a una de ellas, se iba, regresaba por la otra y describía cómo la asesinaba cruelmente. La mayoría de lectores prefiere la versión lacónica, pero también hay defensores - Baricco-del Carver compasivo con el dolor, sentimental, que sabe ver el revés del mal y pone humanidad a seres que viven en la devastación moral.

"No acepto amputaciones"

El 8 de julio de 1980, Carver escribe a Lish una carta suplicándole que detenga la producción del libro De qué hablamos cuando hablamos del amor con los cambios del editor. "Sé que no tendría que haber firmado el contrato sin haber leído antes los cuentos elegidos y haberte advertido por anticipado de mis temores". ¿Cómo explicar a sus amigos, Richard Ford o Tobias Wolff, que habían leído sus

Los editores anglosajones tienen como hábito asumido la edición de los textos de sus autores. Pero a diferencia de la apasionada, bellísima, defensa con la que Malcom Lowry logró que su editor respetara la integridad de su texto de

Años más tarde, cuando Carver entregó los relatos de

El escritor, que se había definido como "un cuerpo pegado a un cigarrillo", murió de cáncer de pulmón en 1998. Aquel año preparaba una nueva colección de relatos. Era su obra póstuma y quiso recuperar tres de los relatos originales íntegros. En cambio, incluyó también cuatro historias según la versión corregida por Lish. De hecho, tras la aparición de

Tras la muerte de Carver, su viuda, Tess Gallagher, quiso recuperar los textos originales. Knopf se negó: los relatos tenían que ser publicados sólo en el formato en que aparecieron. Tess Gallagher contrató al agente Andrew Wylie y este negoció un acuerdo con Library of America, una editorial sin afán de lucro.

relatos en The New Yorker,los cambios introducidos en la versión del libro? Carver valoraba que el estilo es lo que diferencia a un autor de otro, y aquel estilo no era el suyo, era el de Lish.

El 11 de agosto de 1982. le dice a Lish que ha escrito los cuentos de Catedral como "si mi vida fuera en ello" y que no son los que el lector espera de él, pero le advierte: "No puedo aceptar amputaciones".

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"¿A esto llamas amor...?"

VERSIÓN OFICIAL

L. D. se puso la bolsa bajo el brazo y cogió la maleta.

- Sólo quiero decir una cosa más - empezó.

Pero le resultó imposible imaginar cuál podía ser aquella cosa.

VERSIÓN ORIGINAL

L. D. se acomodó otra vez la bolsa de afeitar bajo el brazo y volvió a coger la maleta.

- Sólo quiero decir una cosa más, Maxine. Escúchame. Recuerda esto: te quiero. Te quiero pase lo que pase. También te quiero a ti, Bea. Os quiero a las dos. Permaneció quieto junto a la puerta y sintió que sus labios empezaban a temblar al intuir que quizá era la última vez que las veía.

- Adiós - dijo.

- ¿A esto llamas amor, L. D.? - dijo Maxine. Soltó la mano de Bea. Alzó el puño. Sacudió con fastidio la cabeza y hundió las manos en los bolsillos del abrigo. Le miró fijamente y después deslizó su mirada hasta algún punto en el suelo, junto a los zapatos de él.

Sintió un escalofrío al darse cuenta de que a partir de ahora la iba a recordar siempre así, como en esta noche. Era horrible pensar que el resto de su vida ella sería para él aquella mujer indescifrable, una figura muda con un largo abrigo, de pie en medio de una habitación iluminada, con los ojos bajos.

- ¡Maxine! - gritó-.¡Maxine!

- ¿A esto llamas amor, L. D.? - dijo ella, clavando sus ojos en los de él. Sus ojos eran terribles y profundos, y él mantuvo su mirada todo el tiempo que pudo.

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